lunes, 9 de marzo de 2009

el entre espacio


Lamentablemente sufro de una enfermedad que se llama escrituritis aguda. No importa qué ni cuándo ni cómo (no importa ningún cuestionamiento en este ámbito) pero la necesidad de volcar un par de palabras con sentido y sin sentido es una urgencia inmediata que no puede posponerse por demasiado tiempo porque sino pica, pincha, duele. Me acostumbré así. Es para mi una moción pulsional que empuja al goce y al deseo de seguir haciéndolo.
Una enfermedad de palabras que empuja al cuerpo a moverse en algún sentido que indique la emoción en juego del momento pulsada rítmicamente por el sonido ambiental de estar vivos y latiendo. A veces para desempacharme de las palabras que me piensan, hago oídos sordos a su murmullo y le doy cabida a las sensaciones kinestésicas que hacen que por un momento aquello doloroso y abismal que es el pensamiento humano que jamás se detiene jamás, se detenga en los pliegues de los músculos, las vísceras, los huesos, los tendones, las articulaciones y la piel. Y me devuelva a la realidad. El movimiento veloz que da aire en la cara; esa costumbre de jugar carreras imaginarias en los pisos de madera y de parquet, de hacer saltos y vueltas y giros que devuelvan el impulso de ser objeto y sujeto de sí mismo. En esos instantes pospongo aquello que me tortura mental y emocionalmente. O mejor dicho, le doy salida y cabida de transformarse en otra cosa: aquello que se mueve y así moviliza a su entorno inmediato. Pensé en la hipótesis de que el destino de semejante energía vital necesita su descarga y su transformación. Si se le da demasiada energía al pensamiento, terminamos abusando de nosotros mismos. Si no le damos alimento de estímulos a aquello que pensamos pues nos enredamos en la misma telaraña que ya conocemos, la que nos tiene prisioneros y carcelarios de ser lo que somos y de omitir la realidad de tener la opción siguiente de lo posible, de lo que aún no ha sido escrito.

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